sábado, noviembre 21

En el Alma...


Ramses, usted está enfermo-
-Doctor, yo no quiero que me cure, yo quiero que me entienda...”
Dialogo de la película Hombre Mirando al Sudeste

     En el alma. Se siente en el alma –me dije- En los labios se disolvió el último sorbo de café bebido con lentitud y con la mirada puesta en la calle.
La gente transita de un lado a otro. Los automóviles se escurren entre los edificios como pueden. Esos rostros condensan historias personales, como tantas otras, inimaginables –o si, no lo sé- diluidas en un anonimato exasperante.
    ¿Quién sabe de tu vida en este mundo? ¿Qué ocurre cuando toda esa red llamada familia, amigos o compañeros de trabajo se licua en la orfandad que construyen las grandes ciudades?
Se siente esa soledad desgarradora que no es la soledad, esa, que elegimos cuando tenemos necesidad de estar a solas con nosotros mismos. No. No es esa soledad. Es de otro tipo. Es eso que se siente cuando no hay nadie. Cuando no se puede recurrir a nada ni a nadie. No porque falten manos para dar un abrazo u orejas para escuchar lo que nos pasa. Es eso que se siente cuando no hay nada que nos sujete a esta vida y entonces... los recursos que quedan son pocos o no alcanzan.
     Leonardo buscó respuestas en este mundo. Preguntó a los que tenía que preguntar. Pidió ayuda de una forma u otra, sin embargo, no encontró eso que buscaba. ¿Qué necesita un niño desamparado en un desierto afectivo? No había sogas, ni caminos, solo exigencias de formalidad. ¿Quién puede reemplazar lo irremplazable en un corazón partido?
    Deseo quedarme con algunas imágenes de él. Aquellos pequeños fragmentos que dibujan un rompecabezas difícil de reconstruir, pero que dejan algo.
     Unas veces por la tarde, solía cantar en el túnel peatonal de la estación Adrogué. Tenía buena voz. Decía que aquello le dejaba algunos pesos para zafar el día. Aquella tarde cantó para el grupo y a capella, una canción de Silvio Rodríguez llamada Óleo de mujer con sombrero que nos dejó a todos con la boca abierta. Era otro Leo. Había algo de su “alma” ahí, o su espíritu o como se llame eso. Y eso quedó flotando en el consultorio grande.
    Lo conocí en el psiquiátrico donde iba todos los viernes a entrevistar pacientes internados. Alicia, la psiquiatra, me pidió que lo viera. Y vi... Y también escuché. Estaba atravesado por el dolor y por el desamparo. Por esa fina vereda que separa la irrealidad de la realidad. Su rostro no expresaba totalmente la inmensa fragmentación interna que vivía dentro de él.
    ¿Qué ocurre cuando papá y mamá son tan disímiles que ni siquiera reparan en sus hijos? ¿Es posible tender lazos a un chico al cual se le ha hecho añicos el mundo? ¿Hay mundo posible después de eso, por lo menos como nosotros lo entendemos?
    Si, tal vez él intentó alguna vez encontrar algo que lo anudara a esta vida, pero eran tan débiles esas sogas, y tan frágiles esos puentes que no pudo amarrarse a ningún puerto. Y la vida se lo tragó con su muerte y todo. No conozco las circunstancias de su fallecimiento, pero alguna versión que me llegó por una compañera de su grupo, es que se arrojó al paso de un tren. Y tal vez tenía que ser así. Leo sufría y vaya que sufría. Su pena se enredaba en las tripas y le salía por los poros. Pero él intentaba entender o comprender esta existencia tan absurda de los seres humanos.
     Vida quemera que llevaba en el corazón, que batía en alegría y movimiento cuando participaba de una murga en Parque Patricios. Su pasión por Huracán, el globito. Su debilidad por las chicas. Así era el pedacito de Leo que conocí. Imagino su tristeza el día que tomó la decisión. Estábamos todos tan lejos de él que algunos no pudimos ayudarlo y otros no quisieron o no supieron.
    Y el tren pasó. Y la vida... Y la historia de Leo simplemente me va a quedar en el corazón... y en el alma... pero eso no me alcanza.

fliscornio
16 de julio de 2004

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