sábado, noviembre 21

Infancias


Escribir sobre la propia historia personal es casi con seguridad un intento - tal vez vano - de describir algo que ha perdido su condición de realidad, entendiendo a ésta, como aquél fenómeno pasible de ser objetivable y que, invariablemente damos por cierto.

Entonces reconstruir la ficción de una existencia se asemeja a la elaboración de una novela que en algún momento de nuestra vida empezamos a tomar por verdadera, hasta tal punto, que terminamos apropiándonos de ella.

Digo esto pues de algún modo me invitas a realizar un viaje al origen, a las raíces, o a ese sitio dónde podemos suponer que empezamos a ser lo que somos.

Ahí la Infancia. La niñez como un territorio lejano donde las cosas poseían otros gustos y otros olores. La patria de la inocencia o la ignorancia. Ese paraíso que al decir de Mario Benedetti puede ser un paraíso maravilloso o puede ser un infierno de mierda.

En aquel tiempo ser niño era jugar a explorar y aventurarse en lo desconocido. Las fronteras eran estrechas y casi siempre finalizaban en las veredas y en las esquinas somnolientas de un barrio suburbano. Pero eso alcanzaba para reinventar un nuevo mundo más acorde a las realidades y capacidades de un niño. Y así fue.

De esas imágenes inciertas que como retazos o parches descoloridos, puedo reconstruir en mis primeros años, está la casa natal, a orillas del ferrocarril, de techo bajo, color blanco, con un amplio terreno en las márgenes del pueblo que, por entonces, era pequeño.

Sin dudas que el universo era otro. El sentido o el significado de las cosas tenían otra dimensión, fundamentalmente, era un mundo extraño y nuevo, lleno de misterio, que invitaba a curiosear. Un mundo que también se entrelazaba a los miedos y a las cosas que un niño desconoce.

Pero jugar e imaginar era todo. La lluvia por ejemplo. Recuerdo imágenes imborrables: el patio de tierra, inundado de agua, y las gotas formando burbujas enormes flotando sobre los charcos, que entonces eran océanos, navegados por barquitos de papel, realizados con dedicación por mi abuela materna.

El mapa de la niñez recorre una extensión interminable donde los días se encadenan casi infinitamente. El tiempo se detiene en ese territorio. No hay colegio. Es solo despertar y ver que hay de nuevo en este universo llamado casa.

Todo es a estrenar. Todo huele a nuevo en ese mapita que se garabatea alrededor nuestro constituyendo la primera infancia.

En aquellos tiempos las dimensiones también eran otras. Las extensiones en el espacio son gigantes. Los objetos sencillos de uso cotidiano, como las sillas o los muebles, eran enormes. Trepar a una banqueta era el llamado a desafío para comenzar a escalar hacia la mesa. Mi patio de baldosas negras y blancas, era un campo cuadriculado, que posibilitaba la creciente habilidad de jugar y correr.

La patria de la infancia se construye con recuerdos y vivencias. Existe pues una bandera multicolor que se agita con festividad, en mi caso, pero también con la sombra de los temores maternos.

Mi madre había perdido cinco embarazos y una beba de meses, por lo tanto debe aferrarse a ese último hijo, que tozudamente da a luz, a pesar de las admoniciones trágicas de los doctores devenidos en demiurgos trágicos.

Pero aún así, y contra toda lógica, mi madre alumbró un hijo. Hijo que sería el séptimo que venía a cortar una larga cadena de frustraciones en su deseo de maternidad. Así, esa madre engendra sin saber, el temor a perder a su único hijo, un desasosiego que la acompañará el resto de su vida, y que por supuesto, marcará también mi vida..

Existen tantos senderos que no vemos o no recordamos en la foresta de la niñez que es imposible describir todo en un solo escrito. Puedo ir reconstruyéndolo como un texto, quizás hasta novelando pues a veces no puedo saber con certeza si son recuerdos o ellos provienen de lo que me han relatado.

El origen, que tal vez no sea tal, sino un reflejo de lo que pudo haber sido, extiende sus influencias hasta aquí. El destino - si es que existe tal cosa - se derrama sobre este pequeño escrito que abre incertidumbres porque hablar de uno mismo también implica releer la ficción que tenemos sobre nosotros y de la cual nos hemos apropiado cuando aceptamos llamarnos como nos han nombrado.
Puedo suponer que cada gesto o acto, cada trazo que realizamos sobre la vida, es una proyección de lo adquirido y lo heredado a manera de síntesis personal. Podemos ser un texto, una pintura o una hermosa melodía, pero fundamentalmente somos una producción original que despliega sus particularidades a lo largo de la existencia.

Podremos ser más felices o menos felices, pero eso incluso no indica nada. Todo es tan fugaz que a menudo nuestras distracciones impiden ver lo maravilloso de la vida.

Esa mirada tan profunda en la cual has creído ver un Otro, tal vez habla tanto de ti como de mí. Allí, en ese año setenta y seis, el curso de mis pensamientos o de mis emociones probablemente era diferente al que hoy tengo. No puedo decirte si el dibujo simplemente era un despliegue de mi narcisismo - cuestión muy probable - o una puesta inconsciente de esa “desolación” afectiva a la cual a veces he aludido en algunos escritos.

Lo cierto es que esos ojos negros y profundos aún siguen interrogando desde aquellos años. Siguen inquiriendo o demandando alguna respuesta a un interrogante que permanece abierto, entonces los puentes mantienen su vigencia en tanto permiten estos tránsitos e intercambios...


fliscornio

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