sábado, noviembre 21

La Sal de la Vida son los Imprevistos...

La vida del Sr. Frederic Von Hirscht fue metódica. Desde pequeño sus padres le enseñaron a disciplinarse. Hijo de padres alemanes, el joven creció al amparo de una férrea autoridad paterna y los cuidados maternales. Siendo el primogénito de la familia, cargo sobre sí el peso de las responsabilidades del hogar tempranamente.

Aprendió desde muy chico a rezar sus oraciones antes de acostarse, de higienizar sus dientes, de lavar sus manos antes de sentarse a comer, de ordenar y acomodar su ropa, de preparar la vestimenta para el día siguiente la noche anterior, de respetar a sus mayores, y nunca contradecir a su madre ni a su padre. Todo fue cuidadosamente enseñado por la familia Von Hirscht a lo largo de los años de infancia y adolescencia de Frederic.

El niño pasaba así sus jóvenes años entre libros y enseñanzas de los preceptos religiosos y morales que la familia concienzudamente sostuvo desde tiempos inmemoriales. Sus padres siempre se jactaban en reuniones familiares y sociales, de sostener las mismas costumbres que sus ancestros en la vieja Alemania Imperial. Sus padres no dejaban la vida de Frederic librada al azar, por el contrario hasta los aspectos más nimios estaban calculados y sopesados tanto en sus efectos positivos como negativos. No deseaban sorpresas inesperadas para el descendiente.

Frederic no tuvo dificultades para integrarse a la vida social. Hizo la escuela primaria como es de suponer en un colegio alemán de la zona norte, logrando destacar por el promedio de sus notas. Primero de su clase, lo caracterizaba la pulcritud de su uniforme, la prolijidad para elaborar una caligrafía precisa, la pericia al exponer en clase sus lecciones, la asistencia perfecta a clase y el conjunto de notas brillantes obtenidas, le valieron los consabidos premios al mejor alumno y al mejor promedio escolar. Por supuesto lejos estaban los potreros de fútbol, y los juegos infantiles. Todo alrededor de Frederic giraba en torno a la educación y al aprendizaje de hábitos sociales.

Luego vinieron los años del secundario, la llegada de la adolescencia con su turbulencia y sus exigencias hormonales, destacando entonces el joven Frederic por su habilidad para las competencias deportivas como natación y el atletismo. Por supuesto que los juegos grupales no eran de su predilección, aunque probablemente hubiese deseado participar en algún encuentro de básquet o rugby, el fútbol por supuesto estaba en la línea de los juegos vulgares y el tenis, simplemente era un juego inventado por ingleses. Por otro parte, además de la destreza física, apareció en la vida del muchacho, la lectura de libros de filosofía y el aprendizaje de física, matemática y química. Así el adolescente forjaba un espíritu fuerte y noble, emparentado con los ideales de sus padres, que veían en él la manifestación de la más pura esencia de la joven Alemania.

El perfil de Frederic no varió. Prosiguió sin cuestionarse la cultura familiar. Si había algo de impensable en la vida de Frederic era precisamente hacer algo fuera de lugar, no acorde con las costumbres de su familia. A los dieciocho años ya estaba trabajando en un estudio de Arquitectura e Ingeniería de un amigo de su padre, donde comienza a comprender la importancia de la responsabilidad y el valor del trabajo. Paralelamente iniciaba sus estudios en la Universidad de Buenos Aires, en la Facultad de Ingeniería.

Los años de disciplina le sirvieron. Se levantaba a las seis de la mañana, tomaba un baño rápido, afeitaba su barba, se alisaba el cabello prolijamente con el peine. Tomaba la ropa prolijamente preparada la noche anterior y se vestía. Luego, invariablemente a las seis treinta, tomaba su desayuno, acompañado con dos tostadas, y gustaba mirar por la ventana de la cocina hacia el patio poblado de macetas con plantas y flores cultivadas por su madre. Esa costumbre la conservó a lo largo de los años y no cambió aún después de casado. A las siete de la mañana ya estaba tomando el tren.

Año tras año. Día tras día, Frederic conservó su apego al orden y a la disciplina. A pesar de llegar la etapa del noviazgo, de conocer a Helga, hija de una familia alemana allegada a su familia, eso no hizo variar ni un centímetro sus costumbres. Al igual que sus padres, él mismo se jactaba de guardar las tradiciones familiares. Poco importó entonces el noviazgo con la joven Helga. Ni el acontecimiento del matrimonio, ni el advenimiento de los hijos cambiaron su comportamiento. Fue ella la que tuvo que adaptarse a los hábitos de su esposo.

Visto desde afuera, la vida de Frederic tenía todo lo que un hombre bien intencionado desearía: prosperidad, salud, hijos, nietos, una mujer encantadora y sumisa, junto al desarrollo de una carrera profesional exitosa, puesto que finalmente había obtenido el título de Ingeniero, y había logrado posicionarse muy bien como profesional. Nada había que reprocharle a este hombre que ya contaba con sesenta y cinco años bien llevados.

Nadie entendía – o no querían entender vaya a saber – Siempre es difícil comprender determinadas situaciones, no por lo impredecibles, sino por lo incompresible. La verdad del hombre se pierde precisamente en esa trama irreconocible de hechos que nos conducen a ser lo que somos. El acecho de la desgracia siempre esta presente. No hay garantías para lo perfecto.

A veces llegados a determinada edad, las personas suelen replantearse la vida. A veces con plena conciencia e intencionalidad. Otras veces por algún motivo fortuito que desconocemos, algo destella en el horizonte hipotéticamente seguro – y ya dado por hecho – y nos sumerge en el vértigo de un remolino de aguas inquietas. Lo cierto es que nada asegura nuestra tranquilidad, aunque por un momento creemos que tenemos el control de todo lo que nos rodea.

El tema es que Frederic, ya abuelo, entrado en años, retirado de su profesión recientemente y conservando sus hábitos y costumbres, descubrió ese día algo diferente. No sabemos si fue un beso de su nieto o un abrazo. No hay certezas si fue el canto de un ruiseñor a las seis de la mañana ese día de primavera. En realidad no hay indicios. Sabemos que ocurrió algo, pero no ha dejado señales o huellas que nos permitan saber, por lo menos para la familia Von Hirscht. Ni siquiera el pasado familiar en la Alemania hitleriana trae algo que nos dé una señal de lo sucedido. El suceso se rodea de un misterio denso.

Esa mañana Frederic como de costumbre preparó el café, observó el jardín atravesado por las primeras luces matinales, abrió la ventana y dejó entrar una suave brisa de primavera. Un delicado aroma a azahares lo invadió. De pronto un brillo sobre una hoja de magnolia le llamó la atención. No era un brillo común, y eso capturó su atención. Sobre la mesada quedó la media taza de leche para entibiar, en la cafetera la medida de una taza de café bien negro y sobre un plato las tostadas e medio hacer. Antes de salir al jardín dudó. Tal vez pensó en algo. Había una diferencia nunca vista en ese brillo.

El árbol de la magnolia era alto. Ocupaba buena parte del jardín. Se colocó bajo de las ramas tratando de hallar el lugar desde donde provenía el destello misterioso. Entonces tal vez ocurrió simplemente, el relámpago. Sucesión de imágenes. Avalancha de recuerdos. Ludwig, su nieto, trepando audaz por las ramas de ese árbol hace un mes atrás. La enorme sonrisa del rapaz capturada en una fotografía hecha por Helga, era la misma imagen de la infancia y de los tiempos felices. El rostro de la felicidad – pensó -, Ludwig tiene el rostro de la felicidad.

Recordó, entonces, su infancia plagada de deberes y obligaciones, de rutinas y disciplina. Jamás había trepado a un árbol, jamás había visto una foto de él, siendo niño, riendo. Jamás tuve esa felicidad – pensó – he dejado pasar un tiempo de oro, que jamás volveré a tener. Quizá sintió que esa era la oportunidad para la revancha. Y así, sin pensarlo, movido por el impulso y el arrebato, a las seis y veinticinco de la mañana se trepó a ese árbol.

Nadie podía comprender lo que Frederic había descubierto, menos aún entender qué lo había llevado a trepar al árbol, a su edad, sobre todo él, tan ordenado y tan apegado a sus costumbres.

El funeral fue aséptico. Las flores cuidadosamente colocadas a ambos lados del ataúd. Un ramo de orquídeas en las manos, junto a un rosario con un crucifijo de plata labrada.

Las coronas debidamente acomodadas sobre las paredes y sobre los pasillos de la casa velatoria. A las catorce treinta del día siguiente, fue sepultado en el cementerio alemán, en forma prolija, sin sobresaltos, apenas un responso breve y solemne, y luego el silencio, cortado por algún gemido o un llanto entrecortado. Fue sepultado tal como había vivido, cada detalle cuidado minuciosamente, a no ser por la pincelada inesperada de su propio deceso: el día anterior, a las siete de la mañana, Helga lo halló al pie del árbol, tendido boca arriba, como un muñeco desarticulado, inerte. Su cuello estaba fracturado, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Algo sorpresivo y fuera de lugar para la muerte del Señor Ingeniero Frederic Von Hirscht, quien descubrió, tal vez en forma tardía, que la vida tenia sabor…

fliscornio

marzo 2005

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